Este capítulo, pone la atención en la desigualdad que refuerzan y aumentan las redes privativas y el código cerrado
Créditos da foto: Detalles del portátil de Mark Zuckerberg |
Da página Carta Maior, 10 de fevereiro, 2019
Por Víctor Sampedro
Hace mucho que existe el marketing con regalos. En los ochenta del siglo xx, llamaban por teléfono y te convocaban a un local donde recibirías “un extraordinario premio, a cambio de nada”. Las promociones más generosas invitaban a un viaje corto. Se trataba de retener al “bonificado” en un auditorio o en un autobús con la promesa de que al final recibiría “la gratificación”. Luego las víctimas que no regresaban con síndrome de Estocolmo contaban las charlas inacabables, las presiones a las que las habían sometido para que comprasen o firmasen la primera letra de alguna extravagancia. La Red sirve ahora de espacio donde los publicitarios secuestran y reúnen futuros consumidores. Les agasajan, pero quieren timarlos.
Si una empresa da algo gratis es porque alguien lo paga. Si ofrece un regalo, así sin más, algo oculta. Al menos eso piensa cualquiera al que le dicen que le ha tocado un premio en una promoción: “A ver qué me quieren sacar”. Sin embargo creemos que la tele en abierto y las redes son gratuitas. Lo cierto es que siguen un modelo de negocio de terceros. Trabajan para marcas que quieren publicitarse, pero no aparecen en el contrato de las “condiciones de uso” que firmamos con las redes. Sus dueños ni las mencionan cuando cuentan a qué se dedican.
Vinton Cerf, director general de Google, afirma:
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“Cuando alguien lee su correo electrónico en Gmail nuestros ordenadores también leen esos mensajes para descubrir si hay palabras que puedan ser luego asociadas con anuncios. Basando los anuncios en estas palabras de los correos electrónicos o en los términos de las búsquedas que hace en los buscadores, lo que queremos es ofrecerle al usuario la publicidad que más pueda interesarle.”
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A pesar de las últimas palabras, queda claro que trabajamos para la industria publicitariacada vez que usamos Gmail. O un móvil con el sistema operativo Android (que también es de Google).
Si Google quisiera ofrecernos “la publicidad que más pueda interesarnos”, serviría nuestros intereses. Y haría perfiles de las empresas, no solo de los internautas. Una red al servicio de los consumidores no trabajaría exclusivamente para la publicidad pagada. Nos recomendaría productos y servicios que respetan la legislación laboral y ambiental, la conciliación familiar, la igualdad salarial entre hombres y mujeres, la discriminación positiva para ellas en los puestos de dirección o la proximidad geográfica para contaminar menos y favorecer el trabajo local.
Las corporaciones digitales no colaboran con las organizaciones ciudadanas que exigen transparencia empresarial y promueven el consumo responsable. Algunas han desarrollado una aplicación para móviles que permite consultar, leyendo el código de barras, datos sobre la responsabilidad social o los controles de calidad interna de las empresas.
Sobra decir que ninguna corporación digital ha colaborado en iniciativas de este tipo. A la industria tecnológica nosotros le importamos menos que quienes compran nuestros datos. Esto no es una crítica anticorporativa, viene impuesto por el modelo de negocio. En consecuencia, las redes nos vigilan y controlan solo a nosotros. Y mecanizan el rastreo y el perfilado de la población. Es otro imperativo del negocio, que ha de automatizarse para hacerse más eficiente y ahorrar en costes laborales.
Sobran ejemplos para mostrar que el código cerrado encubre la vigilancia robotizada de la población. Y que vulnera derechos fundamentales. Los televisores “inteligentes” identifican a los espectadores. Conectados a Internet envían datos de los programas que vemos, quién somos y qué hacemos mientras tanto. Pueden grabarnos estando apagadas. En 2015 Samsung reconoció que sus equipos realizaban esa función. Y uno de los mayores fabricantes de televisores de EE.UU. fue multado en 2017 por espiar a once millones de hogares norteamericanos.
La configuración por defecto de un móvil habilita muchísimas funciones ocultas. Ahí va una que parece inventada, aunque ya era realidad cuando los teléfonos eran “tontos”. La policía puede convertir un móvil en un micrófono de ambiente, que graba desde que comienzan a sonar los tonos, sin necesidad de descolgar el receptor. Es una práctica habitual en España y está avalada por el Tribunal Supremo desde 2004.
No sabemos si alguien más que la policía usa esa “puerta trasera” para vigilarnos. Para cerrarla hay que “abrir” el programa operativo para modificarlo. Hay que “liberarlo” para que los usuarios avanzados descubran más funciones ocultas. Pero no se puede abrir ni liberar un cacharro que está patentado, so pena de acabar en la cárcel. “Liberar” el móvil es algo más que cambiar de compañía.
Los pioneros construyeron Internet con protocolos de código abierto y libre. Así aseguraban la neutralidad y el anonimato. Si ocurriera lo mismo en el servicio postal nos echaríamos las manos a la cabeza. ¿Registrar todos los envíos? ¿Abrir y leer las cartas sin permiso judicial? Debe ser cierto que estamos en “las nubes”. Pero la nube no existe, es el ordenador de alguien: del Gran Hermano.
La neutralidad aseguraba que todos los usuarios interactuaban en igualdad de condiciones. Ahora existen redes privadas y servicios premium con más rapidez, prestaciones y privacidad. Dan más capacidad de descarga o subida, ofrecen más seguridad. Las utilizan, por supuesto, quienes pueden pagarlas. Podría parecer lógico. Pero así permitimos que en la Red de redes ocurran cosas que consideraríamos intolerables en la Red de carreteras. ¿Privatizamos el carril rápido de las autopistas para que los ricos, por ejemplo, se aseguren viajar a velocidad punta en sus ambulancias? ¿Les parece una pregunta tendenciosa? Y si ante una catástrofe su wifi es una basura comparada con la de su jefe, ¿quién se salva antes?
La pregunta anterior carece de sentido para la industria. El carril para ricos se privatizará si hay demanda efectiva (gentes que pagarán por usarlo) y lo permiten los contribuyentes que con los impuestos costearon las carreteras (como antes, las compañías de telecomunicaciones que fueron privatizadas). Lógico, la Red ya no está pensada para distribuir el poder entre ciudadanos interconectados con cuotas idénticas de autonomía y libertad. Con las aplicaciones entramos en sitios privados y con políticas de privacidad diferentes. Además de la neutralidad, ha desaparecido el anonimato. Los publicitarios quieren saber quién está al teclado y como usa la tarjeta de crédito.
“El anonimato, la máscara nos hará libres”, decían los hackers que inventaron Internet invocando a Óscar Wilde. Tapar nuestra identidad amplía el margen de acción e infunde coraje. Pero también nos hace más irresponsables. Anonymous lo ilustra bien: su alcance político iguala a su gamberrismo. Lo mismo combaten la secta de la Cien- ciología y el yihadismo, que inundan las redes de porquería y chorradas. Los Anon (como se hacen llamar) aportan un buen ejemplo de activismo digital distribuido. Pero no agotan las dimensiones del anonimato.
Mark Zuckerberg posee un rancho aislado, sin vecinos a 75 kilómetros a la redonda. Era el perímetro de seguridad para que no interceptasen sus comunicaciones inalámbricas cuando compró esa residencia. Tampoco está paranoico cuando tapa con cinta aislante la cámara y la entrada de sonido del portátil. Estos dos detalles se pueden observar en la siguiente imagen.
El presidente de Facebook valora la privacidad. Defiende su derecho a no ser invadido, a impedir intromisiones ajenas. Sabe que lo que dice vale dinero. No quiere que nadie se le adelante en los negocios. Tiene secretos propios y ajenos que proteger. Nosotros parece que no. Lo pagaremos caro si resultan ciertos los rumores de que Zuckerberg se presentara%u001 a las elecciones presidenciales de ee uu. en 2020.
Las herramientas y plataformas que usamos “gratis” nos salen caras a nivel personal y social. Al aceptarlas, los internautas demostramos tenernos tan poca autoestima como los concursantes de los realities. Creemos que nuestros actos cobran importancia porque los exhibimos. Nada merece ser mantenido en secreto, porque no vamos a crear nada. No importa que alguien nos pise una iniciativa o nos chantajee con el pasado, porque no haremos nada trascendente. Quizás hayamos limitado nuestro proyecto de vida a currar gratis en los platós y las redes.
A nivel colectivo perdemos derechos que, si solo los disfrutan quienes pueden pagarlos, nos exponen a una terrible desigualdad. Cuando más “conectados” estaban los gobiernos y la ciudadanía, las empresas y los consumidores, más crece la distancia entre ellos. La indefensión está de parte de quienes votan y pagan. No saben si el que manda y vende les engaña o envenena.
Y, además, los políticos y los mercaderes van de la mano. Han invertido la máxima con la que se escribieron las primeras redes informáticas: “transparencia para el poderoso y privacidad para el débil”. Ahora el primero puede ocultarse y reunirse con quien quiera. El segundo no.
*Publicado originalmente em dieteticadigital.net
Hace mucho que existe el marketing con regalos. En los ochenta del siglo xx, llamaban por teléfono y te convocaban a un local donde recibirías “un extraordinario premio, a cambio de nada”. Las promociones más generosas invitaban a un viaje corto. Se trataba de retener al “bonificado” en un auditorio o en un autobús con la promesa de que al final recibiría “la gratificación”. Luego las víctimas que no regresaban con síndrome de Estocolmo contaban las charlas inacabables, las presiones a las que las habían sometido para que comprasen o firmasen la primera letra de alguna extravagancia. La Red sirve ahora de espacio donde los publicitarios secuestran y reúnen futuros consumidores. Les agasajan, pero quieren timarlos.
Si una empresa da algo gratis es porque alguien lo paga. Si ofrece un regalo, así sin más, algo oculta. Al menos eso piensa cualquiera al que le dicen que le ha tocado un premio en una promoción: “A ver qué me quieren sacar”. Sin embargo creemos que la tele en abierto y las redes son gratuitas. Lo cierto es que siguen un modelo de negocio de terceros. Trabajan para marcas que quieren publicitarse, pero no aparecen en el contrato de las “condiciones de uso” que firmamos con las redes. Sus dueños ni las mencionan cuando cuentan a qué se dedican.
Vinton Cerf, director general de Google, afirma:
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“Cuando alguien lee su correo electrónico en Gmail nuestros ordenadores también leen esos mensajes para descubrir si hay palabras que puedan ser luego asociadas con anuncios. Basando los anuncios en estas palabras de los correos electrónicos o en los términos de las búsquedas que hace en los buscadores, lo que queremos es ofrecerle al usuario la publicidad que más pueda interesarle.”
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A pesar de las últimas palabras, queda claro que trabajamos para la industria publicitariacada vez que usamos Gmail. O un móvil con el sistema operativo Android (que también es de Google).
Si Google quisiera ofrecernos “la publicidad que más pueda interesarnos”, serviría nuestros intereses. Y haría perfiles de las empresas, no solo de los internautas. Una red al servicio de los consumidores no trabajaría exclusivamente para la publicidad pagada. Nos recomendaría productos y servicios que respetan la legislación laboral y ambiental, la conciliación familiar, la igualdad salarial entre hombres y mujeres, la discriminación positiva para ellas en los puestos de dirección o la proximidad geográfica para contaminar menos y favorecer el trabajo local.
Las corporaciones digitales no colaboran con las organizaciones ciudadanas que exigen transparencia empresarial y promueven el consumo responsable. Algunas han desarrollado una aplicación para móviles que permite consultar, leyendo el código de barras, datos sobre la responsabilidad social o los controles de calidad interna de las empresas.
Sobra decir que ninguna corporación digital ha colaborado en iniciativas de este tipo. A la industria tecnológica nosotros le importamos menos que quienes compran nuestros datos. Esto no es una crítica anticorporativa, viene impuesto por el modelo de negocio. En consecuencia, las redes nos vigilan y controlan solo a nosotros. Y mecanizan el rastreo y el perfilado de la población. Es otro imperativo del negocio, que ha de automatizarse para hacerse más eficiente y ahorrar en costes laborales.
Sobran ejemplos para mostrar que el código cerrado encubre la vigilancia robotizada de la población. Y que vulnera derechos fundamentales. Los televisores “inteligentes” identifican a los espectadores. Conectados a Internet envían datos de los programas que vemos, quién somos y qué hacemos mientras tanto. Pueden grabarnos estando apagadas. En 2015 Samsung reconoció que sus equipos realizaban esa función. Y uno de los mayores fabricantes de televisores de EE.UU. fue multado en 2017 por espiar a once millones de hogares norteamericanos.
La configuración por defecto de un móvil habilita muchísimas funciones ocultas. Ahí va una que parece inventada, aunque ya era realidad cuando los teléfonos eran “tontos”. La policía puede convertir un móvil en un micrófono de ambiente, que graba desde que comienzan a sonar los tonos, sin necesidad de descolgar el receptor. Es una práctica habitual en España y está avalada por el Tribunal Supremo desde 2004.
No sabemos si alguien más que la policía usa esa “puerta trasera” para vigilarnos. Para cerrarla hay que “abrir” el programa operativo para modificarlo. Hay que “liberarlo” para que los usuarios avanzados descubran más funciones ocultas. Pero no se puede abrir ni liberar un cacharro que está patentado, so pena de acabar en la cárcel. “Liberar” el móvil es algo más que cambiar de compañía.
Los pioneros construyeron Internet con protocolos de código abierto y libre. Así aseguraban la neutralidad y el anonimato. Si ocurriera lo mismo en el servicio postal nos echaríamos las manos a la cabeza. ¿Registrar todos los envíos? ¿Abrir y leer las cartas sin permiso judicial? Debe ser cierto que estamos en “las nubes”. Pero la nube no existe, es el ordenador de alguien: del Gran Hermano.
La neutralidad aseguraba que todos los usuarios interactuaban en igualdad de condiciones. Ahora existen redes privadas y servicios premium con más rapidez, prestaciones y privacidad. Dan más capacidad de descarga o subida, ofrecen más seguridad. Las utilizan, por supuesto, quienes pueden pagarlas. Podría parecer lógico. Pero así permitimos que en la Red de redes ocurran cosas que consideraríamos intolerables en la Red de carreteras. ¿Privatizamos el carril rápido de las autopistas para que los ricos, por ejemplo, se aseguren viajar a velocidad punta en sus ambulancias? ¿Les parece una pregunta tendenciosa? Y si ante una catástrofe su wifi es una basura comparada con la de su jefe, ¿quién se salva antes?
La pregunta anterior carece de sentido para la industria. El carril para ricos se privatizará si hay demanda efectiva (gentes que pagarán por usarlo) y lo permiten los contribuyentes que con los impuestos costearon las carreteras (como antes, las compañías de telecomunicaciones que fueron privatizadas). Lógico, la Red ya no está pensada para distribuir el poder entre ciudadanos interconectados con cuotas idénticas de autonomía y libertad. Con las aplicaciones entramos en sitios privados y con políticas de privacidad diferentes. Además de la neutralidad, ha desaparecido el anonimato. Los publicitarios quieren saber quién está al teclado y como usa la tarjeta de crédito.
“El anonimato, la máscara nos hará libres”, decían los hackers que inventaron Internet invocando a Óscar Wilde. Tapar nuestra identidad amplía el margen de acción e infunde coraje. Pero también nos hace más irresponsables. Anonymous lo ilustra bien: su alcance político iguala a su gamberrismo. Lo mismo combaten la secta de la Cien- ciología y el yihadismo, que inundan las redes de porquería y chorradas. Los Anon (como se hacen llamar) aportan un buen ejemplo de activismo digital distribuido. Pero no agotan las dimensiones del anonimato.
Mark Zuckerberg posee un rancho aislado, sin vecinos a 75 kilómetros a la redonda. Era el perímetro de seguridad para que no interceptasen sus comunicaciones inalámbricas cuando compró esa residencia. Tampoco está paranoico cuando tapa con cinta aislante la cámara y la entrada de sonido del portátil. Estos dos detalles se pueden observar en la siguiente imagen.
El presidente de Facebook valora la privacidad. Defiende su derecho a no ser invadido, a impedir intromisiones ajenas. Sabe que lo que dice vale dinero. No quiere que nadie se le adelante en los negocios. Tiene secretos propios y ajenos que proteger. Nosotros parece que no. Lo pagaremos caro si resultan ciertos los rumores de que Zuckerberg se presentara%u001 a las elecciones presidenciales de ee uu. en 2020.
Las herramientas y plataformas que usamos “gratis” nos salen caras a nivel personal y social. Al aceptarlas, los internautas demostramos tenernos tan poca autoestima como los concursantes de los realities. Creemos que nuestros actos cobran importancia porque los exhibimos. Nada merece ser mantenido en secreto, porque no vamos a crear nada. No importa que alguien nos pise una iniciativa o nos chantajee con el pasado, porque no haremos nada trascendente. Quizás hayamos limitado nuestro proyecto de vida a currar gratis en los platós y las redes.
A nivel colectivo perdemos derechos que, si solo los disfrutan quienes pueden pagarlos, nos exponen a una terrible desigualdad. Cuando más “conectados” estaban los gobiernos y la ciudadanía, las empresas y los consumidores, más crece la distancia entre ellos. La indefensión está de parte de quienes votan y pagan. No saben si el que manda y vende les engaña o envenena.
Y, además, los políticos y los mercaderes van de la mano. Han invertido la máxima con la que se escribieron las primeras redes informáticas: “transparencia para el poderoso y privacidad para el débil”. Ahora el primero puede ocultarse y reunirse con quien quiera. El segundo no.
*Publicado originalmente em dieteticadigital.net
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